Rapsodia periodística

“(…) Si los hago llorar, yo reiré, recibiendo el dinero, mientras que si los hago reír,
soy yo quien va a llorar entonces perdiendo mi salario.”
Ión de Efeso, rapsoda.

La información no viaja libremente. Al menos, no a través del lenguaje: alguien tiene que vocalizarla, construirla para llevársela a otras personas. Sea el primero, el segundo o un eslabón más de los cientos o miles que puede tener una cadena de viaje, igualmente ha de procesar, hacerla coherente para poder informar –en el original sentido etimológico de la palabra, es decir, dar forma- una parcela de la realidad y transmitirla al anillo al que se encuentra inmediatamente unido.

Ahora bien, no todos los eslabones se encuentran libremente conectados, porque algunos son incompatibles con otros o simplemente son incapaces de conseguirse. Allí precisamente se encuentra el trabajo del periodista: él debe ser un eslabón portátil que pueda convertirse en la aleación necesaria para conectar al que tiene la información con el que la desea. En ese sentido, el periodista es un producto alquímico maleable, capaz de transmitir esa parcela de realidad a su público de modo tal que éste la entienda, haciéndola parte de su vida.

La labor de los periodistas se compara usualmente a la de los antiguos rapsodas griegos, finos intérpretes y declamadores que llevaban la carga emocional de la prosa del gran poeta a la audiencia reunida para escuchar sus palabras. Esa audiencia quería sentir que estaba en contacto con el poeta, a quien probablemente nunca conocería. Esa audiencia quería reír hasta la saciedad o llorar hasta el abandono, al escuchar el verbo de alguien poseído por las musas. Y el declamador, conocedor de corazón de la obra del poeta, podía llevarles a estos estados de exacerbación.

El periodista, hoy día, recuerda cada vez más al rapsoda griego. Y esta no es necesariamente una comparación bondadosa: al contrario, la lejanía de los dictámenes deontológicos de la profesión es más perceptible mientras más avanza el tiempo. El entretenimiento va ocupando el sitial honorario de la veracidad, y tenemos la imperiosa necesidad de hacer reír o llorar a la audiencia para poner el salario en nuestros bolsillos. Nuestro futuro preocupa, puesto que muchos de los miembros de nuestras filas se han convertido en entretenedores de audiencias, en declamadores en vez de informadores. Pronto perderemos nuestro componente alquímico para convertirnos en anillos de oro.

Nuestro deber no yace en las sonrisas o en las lágrimas. Tampoco lo hace en el salario. Nuestro deber es informar –de nuevo en el sentido de dar forma- la realidad lo más verazmente posible y transmitírsela a la sociedad, para que esta decida por su cuenta si desea reír o llorar con ella.

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