De la gente y sus máscaras

Las máscaras son expresiones fijas y ecos admirables de sentimientos, a un tiempo fieles, discretas y superlativas. Los seres vivientes, en contacto con el aire, deben cubrirse de una cutícula, y no se puede reprochar a las cutículas que no sean corazones.

George Santayana, Soliquies in England and Later Soliloquies. 1922.

Antes de comenzar este texto, quiero abrir un pequeño inciso para explicar sus motivos con detenimiento, puesto que sus motivos son en parte son los míos propios, y nunca se entiende algo tan bien como cuando se conoce el punto de origen.

Últimamente mi tesis me ha llevado a abordar literatura sociológica que no hubiera tocado si el tema fuera uno más simple, más directo o más específicamente relacionado con lo que se supone la comunicación social debería revisar todos los días. Estoy -para resumir- buscando la creación de un estigma (atributo que hace de alguien una no-persona, un desacreditado social, un paria) en el huérfano latinoamericano por excelencia: El Chavo del Ocho. El cómo y dónde quedarían como material suficientemente extenso para otro post.

Para conocer sobre los estigmas por la ruta más expedita, he tenido que ponerme en contacto con la literatura pionera en este tema, que aún se sostiene como pilar de cabecera del campo de la microsociología. Dos libros sobresalen especialmente en esa área, ambos escritos por el sociólogo canadiense Erving Goffman: La presentación de la persona en la vida cotidiana (1959) y Estigma: la imagen deteriorada (1961). En estos libros Goffman concibe a las personas como no se les había visto sino etimológicamente, en vista de que persona quiere decir, en griego antiguo, máscara.

Me tocaba un distanciamiento saludable de la computadora, que me permitiera alejarme temporalmente de la presbicia y otros males oculares propios de comienzos de la tercera edad. Culpable. Estuve viendo la primera temporada de la serie Dexter, originalmente estrenada en 2004, prohibida en Estados Unidos por su "fuerte contenido" y relanzada al mercado el año pasado. La serie caló, tanto, que ahora la tenemos en Latinoamérica a través de distintos canales de cable.

Les digo algo: la serie no ofrece un paseo agradable. Al final de la primera temporada sentimos compasión por un sociópata que, luego de más de 40 asesinatos -todos a asesinos como él, en una especie de retribución karmática mezclada con justicia antisocial-, se entera de que es un ser humano.

Aquí comienza mi reflexión, en el personaje de Dexter: como él mismo se llama en el 4to. capítulo, el "maestro de los disfraces". Dexter imprime sobre su cara una máscara que le convierta en un ser socialmente aceptado, merecedor de todos los derechos que el Siglo XXI de civilización occidental ha logrado alcanzar. Más aún, esta máscara le permite caminar como "lobo entre los corderos" y mantener a todos a raya, suficientemente alejados para que no huelan la sangre que se desprende de su figura.

Y es que Dexter está, según él mismo, vacío por dentro. Nada más que un armazón que camina por el mundo cumpliendo con un código que su padre adoptivo le enseñó para sobrevivir. Para matar y no ser detectado.

Creo que la admiración y simpatía inmediata que nos despierta Dexter no es casual. Es obvia, resalta como conejo ante las luces altas de un vehículo. Y se queda paralizada igual, enseñándonos su diminito cuerpo de asombro por estar ahí. Nos encontramos a nosotros mismos preguntándonos el cómo sentimos simpatía e identificación con un ser que comete, casi con satisfacción morbosa mezclada con una motivación cívica que no podemos racionalizar, el acto más deplorado por todas las sociedades del mundo. Nos horrorizamos, pero no dejamos la simpatía de lado. En algún nivel nos sigue molestando esa piedrita en el zapato.

La admiración y simpatía con (o mejor dicho, hacia) Dexter, como dije, no es en absoluto casual. En mi caso la razón me la dio la literatura que he estado revisando con una finalidad total y absolutamente distinta: Goffman dio en el clavo hace 50 y pico de años, cuando habló de las personas. En La Presentación de la persona en la vida cotidiana nos explica con detalle de qué va el ser humano: nada más y nada menos que una gran feria de Carnaval que dura toda una vida. Una máscara tras otra, asumidas con o sin esfuerzo, para poder dar alguna cara a la sociedad que apremia, al vecino mientras le presta azúcar, a la pareja cuando llega tarde de algún bar, a los hijos frente a la tarea de criarlos.

Las personas tienen varias personas por dentro, una hecha a la medida para cada situación. Se muestran diligentes y responsables con el jefe, se muestran cariñosas y solícitas con sus parejas, se muestran dispuestas a la cooperación absoluta con las autoridades. Se muestran. Se exhiben. Las personas son una vitrina social constante, invitando a todos a ver hacia adentro a través del vidrio polarizado, que permitirá que la vista del otro alcance hasta un punto, no más allá.

Las personas rotan interminablemente, dividiéndose como un fractal en distintas versiones, cada una con las características adecuadas para asumir lo que se espera de ella. Allí está el quid del asunto: las personas como máscaras no nacen por sí solas, se crean por necesidad. ¿A quién debemos el honor de hacernos partícipes de un mecanismo de presentación diaria tan viejo como el ser humano?

Respuesta simple: le debemos el honor a la anciana que anda con nosotros desde que racialmente somos quienes somos, la sociedad. El ser humano en condiciones naturales no existe, porque tal como nos concebimos ahora somos eminentemente sociales. Es una dualidad que se muerde la cola: la sociedad no existe sin el ser humano, y el ser humano no existe sin la sociedad. Y la sociedad nos pide que para cada una de sus facetas -es decir, para las distintas interacciones entre distintos seres humanos- juguemos según un grupo distinto de reglas.

Para usar una persona o máscara, es lo mismo, escogemos con cuidado nuestro vocabulario, cambiamos nuestro atuendo, modificamos nuestro comportamiento, incluso comenzamos a pensar como creemos que debe pensar una persona normal en esa situación social específica. Nos transformamos, cambiamos como un camaleón nuestros colores verdaderos, para mimetizarnos. Los estadounidenses tienen el término perfecto para esto: blend in, mezclarse. Sinónimo de transformarse completamente.

El concepto de normalidad en este caso es ejemplar para hablar de la sociedad. Ser normal, en resumidas cuentas, es actuar en la forma en que los otros integrantes de la sociedad esperan que cualquier individuo actúe. Tiene que ver, como lo dice Goffman, con un entendimiento tácito entre lo que se exige de las personas y lo que ellas ofrecen. En otras palabras, que la imagen virtual -lo que se espera- y la imagen real -lo que se tiene- estén en consonancia.

Cuando existe un conflicto entre la imagen virtual y la imagen real, la sociedad actúa imponiendo estigmas. Poco a poco la persona que no cumple con los rígidos dictámenes de ese grupo recibe el ostracismo como tratamiento. El violador de imágenes se avergüenza o se defiende, pero a fin de cuentas deja de ser una persona para convertirse en algo menos, algo no-persona. Claro ejemplo de que lo social tiene fuerza suficiente como para cambiar el estado de las cosas.

En el fondo, no somos más que un grumo en la mezcla social, pero sin nosotros la mezcla social se debilita. La hacemos fuerte, ella nos hace fuertes a nosotros. Dependemos mutuamente. Por eso usamos nuestras personas, nos prestamos para el juego y cambiamos todo en un santiamén para adecuarnos a la situación. El verdadero Darwinismo social.

Admiramos a Dexter porque es un maestro en el juego que nosotros jugamos a diario, dentro de nuestro super-yo. Su vitrina polarizada es mejor que cualquiera que nosotros podamos crear, porque está ahí todos los días de su vida, evitando cualquier intrusión a un mundo privado de significados ocultos. Nos sorprende su destreza para enterrar lo más aterrador y nos causa gracia su torpeza a la hora de emular lo que todos sabemos: lo socialmente correcto. El extraño que mira de fuera hacia adentro es mejor que nosotros en muchos aspectos. Él es el "político valiente", el imitador por excelencia, el perfecto actor.

Simpatizamos con Dexter porque, al saber que su persona es una máscara, si se la arrancaran no verían nada porque no hay nada. Está vacío, sólo un cascarón definido por un conjunto escabroso de hechos. Y tal vez en este punto no estemos simpatizando con Dexter, sino con nosotros mismos. Tal vez en este punto nos ponemos en su perspectiva, a preguntarnos qué sostiene las máscaras. En este punto generalmente termina la simpatía para transformarse en perturbación.

¿Qué haríamos si nos enfrentáramos a la realidad de que detrás de las máscaras no hay nada, que nos mezclamos por oficio, sin otra tarea más que hacer lo necesario para sobrevivir? ¿Es eso lo que somos en el fondo? ¿Una feria repleta de máscaras, cada una esperando ser usada para mejorarse? Si respondemos esas preguntas, se desmontaría la necesidad de la vitrina polarizada. Encontraríamos que no hay nada que tapar. Por este tipo de dudas, y no por las que tienen que ver con la destrucción de la sociedad, es que Dexter nos aterra. Son muchas las interrogantes y muy pocas las respuestas.

Mi motivo final para escribir este texto fue que Dexter
y Goffman han corroborado que quiero dedicar mi vida a estudiar las personas, las máscaras. Tal vez, si entiendo las personas y su funcionamiento, pueda entender lo que hay detrás de ellas... Lo que me da miedo, lo confieso, es encontrarme repentinamente con un gran vacío. Conseguir que todos los seres humanos, en el fondo, somos distintas personas pero nadie en realidad.

Los mantendré actualizados en cómo va mi búsqueda.

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