Un pantano llamado Venezuela (IV)

IV. Las hienas flacas y sus huesos

Algunos seres, animales y vegetales por igual, fueron creados para comer carroña. Para perseguirla y hacerla suya, entre olores de putrefacción y una absoluta falta de remordimiento. Se la disputan entre ellos, como el más suculento manjar o el último pedazo de carne en todo el planeta. Viven para hacer suyo lo que no le ha cabido a otros, lo que aquellos que son más fuertes no han sabido capitalizar, o no han tenido la necesidad de.

En su lucha se matan unos a otros, pero huyen automáticamente cuando el verdadero poderoso se acerca. Son valientes cuando son suficientemente numerosos, pero en el fondo son incapaces de ocasionar una muerte; al contrario, temen matar porque de una forma u otra acabar una vida implica un riesgo, una molesta carga. Por ello prefieren esperar en la penumbra a que la verdadera batalla se haya acabado, para salir de sus escondrijos a devorar cualquier cosa que hayan dejado otras creaturas.

En el caso de los mamíferos y los reptiles, los líderes de grupos carroñeros son los más astutos, los que mejor pueden colarse entre las filas de sus compañeros y hacerse las inocentes palomitas cuando el depredador arremete. O simplemente los que quedan vivos luego de la arremetida, y no precisamente por haberse enfrentado con coraje al atacante: en el mundo de los carroñeros, el que es herido pierde, convirtiéndose en el plato principal de sus hasta entonces compañeros de manada.

El caso más curioso de la familia de los carroñeros, por lo menos para mí, es el de las hienas. Estos mamíferos andan en manadas aparentemente risueñas, debatiendo con leones, caimanes, panteras, leopardos y demás depredadores de la selva o la sabana africana. Ninguno de esos depredadores se atreve a atacar a una de ellas, porque atacarlos implicaría enfrentarse a una muchedumbre igual o peor que el atacado y perecer, indiscutiblemente, entre cientos de mandíbulas inferiores. Pero la Ley de la Selva es la Ley de la Selva, inexorable para unos como para otros.

Las hienas, cuando no se dedican a seguir a los otros depredadores para la próxima cena, se ocupan de pelear entre ellas mismas por míseros huesos encontrados por ahí, con un valor alimenticio cercano al del pasto seco. Por eso están siempre flacas: sus luchas internas nunca cesan, impidiéndoles acumular suficiente grasa como para parecer opulentas. Claro, es probable que tengan pelambre lustrosa y que se vean bien -aunque verse bien para una hiena, que de por sí es visualmente desagradable, es algo así como un oximorón-, por todo aquello del apareamiento y el respeto dentro de la manada. Cosas animales, al fin y al cabo, implantadas darwinísticamente para asegurar la supervivencia de la especie.

Por cierto, a todos los que leen, y espero que la nota llegue a tiempo: no, no conseguí un trabajo como corresponsal de National Geographic. Tampoco estoy pensando en cambiarme a Veterinaria o Biología ni mucho menos hacer una pasantía con Valentina Quintero. Simplemente ando en una nota biologicista.

La cuestión es que, en esta nota biologicista, he descubierto que admiro la capacidad humana de tener perspectiva o memoria -o flashback, para ser de más caché internacional-, y he llegado a considerar que es un atributo bien divertido proporcionado por la racionalidad y las habilidades siempre sorprendentes del cerebro de nuestra especie. Justamente, haciendo uso de él, recuerdo la actuación de los animales que dirigen el movimiento político de Venezuela -incluyendo el estudiantil universitario-, y caramba, termino de notar que tanto Darwin como los Evolucionistas tenían razón. Los humanos somos animales, y no lo podemos evitar. Sólo que hay algunos que aparentemente no vienen del simio sino de las hienas.

Por eso, señores lectores, espero que me ayuden en la búsqueda del eslabón perdido, porque yo así con teorías nada más no entiendo.

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