Yo (L) Existencialismo (especialmente cuando un relacionista público cae en él)


I Heart Huckabees puede parecer en un comienzo una comedia sumamente acelerada que se burla de la corporación norteamericana, cuyo modelo, preocupantemente, ha permeado en la vida de las corporaciones del globo. Este modelo tiene como leit motif vender una forma de vida completa (the whole package), que no es más que una extensión de los valores de la organización en cuestión. De esta forma, se asegura la perdurabilidad del consumidor en el tiempo. ¿Sigues mi doctrina? ¿Quieres ser feliz? Entonces cómprame, compra todo lo que te pongo en la pantalla, en los oídos, en la tienda, y sé efectivamente feliz.

Sin embargo, la crítica va más allá y ubica en el plano de la búsqueda existencialista –llevada al punto del ridículo- la adhesión de este consumidor, tomado como un tonto seguidor a la marca: con unas pautas de vida relacionadas con el bien material, ¿quién tiene que ver hacia los lados para buscar la felicidad? Y ese es, exactamente, el punto en el que la película se divierte en presentar al relacionista público como un vendedor de felicidad(es) que es capaz de usar los subterfugios más innobles para, incluso, venderle de vuelta al Diablo las almas que con tanto esfuerzo ha adquirido.

El relacionista público, en este caso representado por el personaje de Brad, es capaz de engañar, manipular y destruir a otros con el simple objetivo de vender. No le importa el medio ambiente, le importa su imagen. No le importa su bienestar, le importa su posición. Se mercadea a sí mismo como paladín de las causas justas para mercadear su marca o su organización, se hace vitrina pública llena de carisma y perfección para, subrepticiamente, inyectar el mensaje corporativo y asegurarle el beneficio a su organización –y su crecimiento profesional, de colofón. Si en el proceso daña irreparablemente su entorno, engaña a la clientela e incluso a sus propios compañeros de trabajo… bueno, son daños colaterales necesarios para “hacer la venta”.

No obstante, ¿es realmente efectivo este relacionista público?

Toda organización, según la teoría de sistemas, necesita de su entorno para subsistir. Es a él al que se debe. De sus necesidades saca su producto, de su energía saca la suya propia, que condensa en forma de algún bien –sea tangible o intangible- del que el entorno tiene carencia –sea natural o creada. Pero engañar al entorno, hacerlo adicto a algo que realmente no necesita, ¿es realmente la forma de subsistir? Los consumidores no son tontos, como lo manifiesta muy acertadamente Cluetrain, ellos avanzan y aprenden, no son títeres que bailan al son que ponga el mercader. Eventualmente se dan cuenta de cómo han sido manipulados para producir un beneficio monetario y optan por rechazar a aquel que los manipuló. Y esto, inefablemente, trae la ruptura del sistema y del balance energético que mantiene a la organización con vida. El repudio del mercado trae como consecuencia la caída de la organización en una vorágine entrópica que terminará con su destrucción.

Manipular no es la vía, vender recetas prefabricadas haciéndole creer al mercado que las necesita para vivir feliz tampoco lo es. El modelo asimétrico bidireccional es inútil contra aquel que es suficientemente inteligente como para ver a través de él. La organización debe entender su entorno, saber qué le hace falta y conectarse a él para vivir en una perpetua comunicación bidireccional. Sólo de esta forma se permitirá subsistir en un mercado que cada día más apuesta a la honestidad en la relación.

Es aquí donde cobra la mayor relevancia el relacionista público: su deber ser es servir de puente comunicacional honesto entre la organización y su entorno. No en vano tiene a su disposición cientos de herramientas que le da la profesión para saber qué quiere el consumidor y llevar ese mensaje, conciso y agudo, al seno laboral. El relacionista público, más que hablar debe oír, más que manipular debe conversar.

Saber escuchar es la clave y la mejor arma de la organización para mantenerse viva en la perpetua guerra del mercado. Y es el relacionista público el que, por profesión, debe tener las orejas más grandes y la lengua más ágil.

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