Gatos Alados II // Fin de las Alas
No pude darte un mejor nombre, gata. En el fondo, eso fue lo que siempre fuiste: un ser esquivo, egoísta y terriblemente ágil. Ágil para verme venir, para encaramarte en el escaparate más cercano y que no te viera al pasar. Ágil para esconderme tus rayas y hacerme creer que eras de un solo color. Pero te veo ahora, distingo tus rayas y me asombro de mi propia ceguera.
En el fondo te entiendo: siempre te ha gustado ser tú la dueña y no al revés, como todos los gatos. Uno cree que es su dueño, o sino que puede compartir con ustedes y nunca es así. Uno es siempre un valor añadido, el que trae la comida, el que acaricia la cabeza, el que pone el agua, el que abre la ventana para que salgan a cazar al pajarito incauto. Los pajaritos incautos son muchos, pero la casa sigue siendo nuestra, de los dueños. Y si los dueños nos cansamos y los botamos, ustedes vuelven maullando y acariciándose contra nuestras piernas, porque saben que el valor añadido equivale a la vida fácil. Los dueños somos sumamente pendejos.
También en el fondo me entiendo: somos razas incompatibles, nosotros los dueños y ustedes los gatos. Ustedes quieren cosas que sólo pueden tener si están con nosotros, mientras que nosotros queremos cosas que ustedes no nos pueden dar. La cosa es que nosotros nos autosugestionamos para darles a ustedes un voto de confianza, para creer que de verdad van a ser menos gato en algún momento y que de verdad van a convertirse en nuestros compañeros. La esperanza es lo último que se pierde, gata… y se pierde cuando uno se despierta.
Lo curioso de todo es que me despertaste tú y estuviste tratándome de despertar desde hace mucho tiempo, clavando tus uñas en mi torso para hacer de él una cama más cómoda. Por supuesto, yo estaba tan profundamente dormido que no lo notaba e incluso te acariciaba mientras lo hacías, porque por lo menos estarías durmiendo sobre mi pecho. Pero era más por sentirte menos sola y más cálida que te acostabas allí, no porque realmente te sintieras a gusto. Tu soledad te ha perseguido siempre, porque al fin y al cabo eres una gata y siempre deberás vivir sola.
Algo que sí te reclamo es que no te sientas cómoda en tu propia piel y me arañes por ello, haciéndome sangrar, dañando la mía. Si alguna vez te rasqué muy fuerte o te serví demasiada comida, me disculpo. Nunca tuve la intención de hacerte daño. Los dueños no somos completamente buenos, tenemos nuestros bemoles y tratamos de encerrarlos, pero no lo hacemos por mal. Tratamos de cuidarlos y sostenemos a pies juntillas que ustedes necesitan ser cuidados cuando no es así.
Irónicamente, renuncio a cuidarte –o a hacer el intento de- cuando me despierto, gata. Tal vez dormido no pude cuidarte muy bien, pero despierto pierdo las ganas. Tal vez no mereces ser cuidada, porque no hay nada que cuidar. Creo que vas a terminar como el resto de los gatos, olvidados y cubiertos de polvo, con la osamenta regada en la calle. Creo que tu osamenta recordará mi intento de cuidarte cuando no querías ser cuidada y suspirará un poco. Pero esas son esperanzas, y nunca lo sabré porque no quiero ver tu osamenta –aunque no lo creas.
Finalmente desperté, gata, y me di cuenta que tus alas eran una ilusión mía, porque los gatos no pueden volar. Tonto yo, creyendo que sí podrías hacerlo.
Comentarios