Gatos alados


Suspiró.

-Nunca había tenido que hacer tanto esfuerzo para evitar babearme como un bebé sin dientes, llenarme toda la cara de papilla, mantener mi quijada en su sitio para que no se dislocara sola y no terminara yo lamiendo el suelo-, dijo mientras restregaba con un dedo una gota que zigzagueaba desde su sien.

Sonaba cansado, pero estoy seguro de que sus cuerdas vocales sonreían. Sí, un poco. Estaba empapado por la lluvia que agujereaba los paraguas afuera y temblaba ligeramente, como presa de un paludismo largo tiempo erradicado. Su frente parecía llorar entre surcos que parecían sonreír. Casi compulsivamente retorcía la chaqueta entre las manos, sacándole las magras gotas que no habían huido todavía al suelo. O al pantalón. O al suelo y el pantalón, que cuando movía los pies parecían uno solo. Si no estuviese mojándome los zapatos de gamuza, le diría en tono irónico que siguiera con el buen trabajo, porque estaba haciendo una magnífica limpieza en la otrora terracota del café. Y a uno le conviene que le limpien los sitios que frecuenta. Una amiga de esas locas de las que uno se hace amigo por el hecho de que están locas, me dijo alguna vez que el feng-shui y las buenas vibras van a sitios que estén limpios.

-Te juro que corrí como nunca. Como nunca. Me supo a franca bola que fueran las ocho de la noche y cuatro malandros se hubieran bajado del Metro a la vez que yo y que dos de ellos me pidieran la hora mientras uno me veía con ojos de hambre el reloj. No corrí de ellos: corrí hacia ella-. Al decir ella se aceleró. -Y cuando llegué, no pude evitarlo: comencé a decir disparates, a mentar madres, a maldecir mil cosas distintas y a besarla compulsivamente. Y a abrazarla. Me puse nervioso, mi mente se puso nerviosa, de repente se me olvidó que tenía la chaqueta emparamada por la lluvia y por el sudor, mezclados los dos en la sopa que tenía puesta encima. Ella se quejaba, no sé si porque le dolía, porque la estaba mojando o porque su hermana estaba ahí con cara de no estar muy contenta viendo el espectáculo, zarandeándola por el aire mientras me quedaba sin aliento de a ratos por decirle cuánto la extrañaba y que por qué carajos se le ocurre la genial idea de irse de Caracas, dejándome aquí ocupadote y extrañándola como ella no sabía cuánto.

Suspiró de nuevo. Ya me estaba cansando. Cuando hablaba me salpicaba de agua o de sudor, igual me estaba mojando. También cuando golpeaba la mesa con la mano derecha o me movía el café, o me sacaba el cigarro del cenicero o le daba a uno de esos charquitos que habían bajado de sus dedos. Bingo, tengo que prender el cigarro de nuevo.

-Y cuando iba bajando por las escaleras mecánicas, me sonrió, amigo. Cansada, molida por el viaje, tuvo hasta energías para sonreírme. Ojalá los gatos tuvieran alas, amigo. Ojalá los gatos tuvieran alas.

Por ahí había comenzado cuando llegó, y ya iba por el cuarto cigarro arruinado. No iba a dejar que este exaltado me arruinara toda la caja. Después de todo, me había propuesto que sólo compraría una esta semana. Ah, y ni hablar de los dos cafés volteados. Antes de que pase de nuevo, el último sorbito, la melaza del fondo, dejo 2 ó 3 billetes y me pongo de pie. Él me hace un gesto con la mano.

-Tranquilo, yo pago. Anda a tu casa y sécate. Y cálmate, por favor. La próxima vez que la veas la terminarás matando, a la pobre.

Empujé la silla un poco, recogí mi impermeable del respaldar y me lo puse. Metí los cigarros adentro, porque si se me mojaba uno más iba a terminar comprando otra caja, para variar. Salpiqué un poco y puse la mano en el pomo de la puerta.

-¿Quiere un café?-, preguntó la mesonera, cubriéndose con el delantal para evitar que él la llenara de agua.

-No, gracias. No quiero despertar.

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