Sic Transit Chamaeleonidae


I. Bajo el cielo en llamas

Al final, la vida es un enorme camaleón. Colores ásperos, lisos, repelentes, agradables, fusión de feng-shui con cloaca desértica, cambia a lo largo de su duración para mimetizarse con quién sabe qué diablos. Pero se mimetiza, tiene que hacerlo, porque sino no encuentro cómo cambia tan rápido, tan salvajemente, tirándonos un hueso de felicidad que luego descubrimos de estopa, y nos duele sacarnos después los hilitos que quedan aglutinados, tan profunda y dolorosamente, en las encías de la memoria. En ese momento cambia, se transforma a color lija, y nos pasa por su fuero dejándonos la piel triturada por la rudeza del contacto. Y así va, nos viste de armiño para mutilarnos el torso para construir uno nuevo de titanio para adherirle un imán de nevera, de esos baratos, que dice “Yo soy infeliz” o “Yo amo que me golpeen” o “Viva el masoquismo”.

Así nos lleva de la mano, en un vaivén de construcciones, destrucciones, instrucciones y extrusiones, que apestan a reptil astuto y pegostoso. Tanta sangre fría. Claro, se requiere para voltearnos el humor, los sentimientos y los recuerdos y lanzarlos en el trasto, nombrado de muchas maneras: Mediocridad, Fracaso, Engaño, Desilusión, Muerte.

A veces, cuando la oportunidad se presenta, el camaleón se tiñe de un verde manzana-esperanza, y, obvio, por reflejos semafóricos, uno avanza confiado, creyendo que no viene ninguna dentada u objeto contundente-punzo-penetrante por la otra dirección. Entonces, el camaleón se voltea, mira un momento, y gustosamente -hasta perversamente- cambia a un dañino rojo rutilante, te para en seco con un lengüetazo que te adhiere al suelo irremediablemente. Volteas por un momento, y puede que te des cuenta, si el camaleón tuviese algo que cobrarte, que hay un ligero destello verde-dólar en su tinte rojo. Simple retribución de karma, Talión contigo. El camaleón es darwiniano, definitivamente.

Yo no entiendo a este camaleón. Pensarías que busca en ramas su comida, que insectualiza todo, y hace lo posible por conseguir su sustento. Como haría un animalillo cualquiera. Si tuviese que ponerse lila con pepitas azules, lo haría sin delación, sin pensarlo dos veces, porque ello es necesario para su fin último: comer. Pero, ¿qué fin último persigue este camaleón que montamos inevitablemente, agarrados de las frías escamas con todas nuestras fuerzas para no caernos en la próxima curva ruda del árbol? Creo que si quisiera comernos, todo sería más fácil. Boca, lengua, y todo acaba en un momento. Pero no.

Quizás no sea posible para mí entender a este camaleón. Tengo pruebas en la mano, suficiente baba, y varias escamas filosas y heladas clavadas en la pierna, por lo que sé que definitivamente es un camaleón. Sin embargo, qué quiere, por qué está allí, no lo sé. Mucho menos qué persigue con subirnos al tronco más elevado de algún árbol indeterminado, hacernos inhalar el aire más puro, para luego lanzarnos al suelo y dejarnos colgando de una garrita humilde y frágil.

Si pudiese hablar con él, le pediría que creara algún tipo de señalización, o que cambie con menos frecuencia para darnos tiempo para siquiera entender el cambio que acaba de hacer, o que simplemente termine de joder tanto y sin motivo.

Mientras lo tolero con resignación, sólo me queda algo: mirar hacia arriba, hacia el misterioso cielo en llamas que es la realidad, y esperar que al camaleón no se le ocurra mirarle. Esos colores arden más aún.

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II. Camaleones negros

Cuando un árbol se cae y no hay nadie alrededor para verlo, lo único que podemos tener por seguro es que ese árbol ha muerto. Inevitable, irremisible, inconstitucional (porque el derecho a la vida es de todos), ese árbol será comida de tierras, alimentará multitudes silenciosas que se arrastrarán por su vientre colgando cuadros y adornando el cuarto del nuevo niño. Será devorado, pieza por pieza, entre pasapalos y abonos, hasta que sólo su frágil cáscara quede como testimonio de que alguna vez existió. Y entonces, sólo entonces, el aleteo de la mariposa que le hizo caer lo diluirá, con su tenue toque oloroso a amapolas, entre las arenas del tiempo.

Si la vida es un camaleón, la muerte lo es también. Es menos reptil baboso, es más seco y frío. Tiene una cola finita, que no se alarga con desproporcionadas púas ni instintos de cazador facineroso. Este camaleón nada más es. Es y es y no puede evitar serlo y aunque le dé lástima serlo es. Pero no le da lástima, los camaleones no tienen esos inútiles sentimientos humanos, que ensalzamos hasta hacerlos un salmo de bondad y bienaventuranza. Deberíamos aprender de este negro camaleón.

Dos más dos es igual a cuatro. Dos por dos es igual a cuatro. Donde hay vida, hay muerte. Este camaleón es bueno en las matemáticas, esgrime una tiza nueva cuando nacemos, nos lleva la cuenta, y cuando la escama que nos dedicó se llena de resultados de operaciones aritméticas viene a tragarnos, como si nosotros fuéramos el resultado final de una ecuación de tres cuartos de centuria, que es el promedio de vida del Siglo XXI.

Claro que, siendo una especie zoológica, este camaleón se rige por las reglas que la biología le ha impuesto, y como su credo dice que ha de cambiar de color, él lo hace, pero no para engañar sino para pasar desapercibido. Mimetismo de guerra. No obstante, sus colores son como los de un arco iris atacado con betún de zapatos de charol: la oscuridad natural no se borra.

Tener alguna escama de este camaleón clavada es haber firmado un contrato de vencimiento a 90 días, es haber adquirido una cuponera de descuentos para el próximo encuentro. Por eso, es mejor no saber de él hasta que tenga lista la garrita sumergida en tinta indeleble y la hoja de sauce cercana. Tenerlo en la mente es tenerlo cerca, ¿y qué tan divertido es un compañero que sólo sabe sisear?

Una tarde en el pasto con este ser de difusas sombras es como pasear con el pescadito negro del yin y el yan. No se mueve, reposa, consulta ligeramente con alguna libreta de vida, divisa el objetivo (a veces con ojos estereoscópicos que parecen de moscardón) y extiende la enorme lengua, que tiene sólo la cantidad justa de pegostosa saliva. Tanto alimento diario le evita excesos en las proporciones y aberraciones en la captura. Nunca sufre de indigestión. A este camaleón no le interesan las sensaciones ni el dolor del que muchos le acusan: él simplemente come. El resto lo ponemos las víctimas.

No sé cómo será montar ese camaleón. Yo sigo cabalgando este otro, el colorido que sí tiene complejos y egolatrías; de lo contrario, no estuviese meditando todo esto. Sin embargo, me da curiosidad saber bajo qué cielos trajina el negro de la partida camaleónica, qué cosas bellas ve por esos ojos individualistas. Tal vez sea ciego. Podría serlo con toda verosimilitud. Como la señorita Justicia. Pero nunca lo sabré, y si me entero, veo difícil hacérselo saber a alguien. Todos tenemos un ticket amarillo sólo de ida en este animalito, con transferencia en un lugar desconocido.

Lo que más me impacta de todo esto es que los camaleones no comen ramas ni árboles, ni estarán en sus vientres colgando cuadros o adornando el cuarto del nuevo niño...

Comentarios

Cuéllar dijo…
Este es mi escrito favorito de su mano :)
Luis Santiago dijo…
Gracias, hermanita =)!

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